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miércoles, 18 de octubre de 2017

EL METRO COMO METÁFORA DEL TRABAJO ALQUÍMICO - CARMEN ALONSO ECHANOVE




Los detonantes de la siguiente reflexión fueron un sueño en el que un amigo dormía en el último asiento del autobús al que yo subía y una serie de enfados con el servicio de la EMT (Empresa Municipal de Transportes de Madrid), concretamente con la línea Circular, con sus conductores antipáticos y groseros, con los frenazos y acelerones que nos ponen a todos los viajeros en serio riesgo de acabar en el suelo, con la irregularidad en su frecuencia de paso que impide hacer un cálculo aproximado del tiempo que se necesita para llegar a destino y un largo etcétera; ambas circunstancias orientaron mi atención hacia un hecho insólito que había permanecido hasta entonces en estado oculto, pre-consciente, y que no era sino mi súbita afición por el Metro como medio de transporte.

Siempre he preferido el autobús al metro, me gusta ir por la superficie en medio de la luz, contemplar el paisaje urbano con sus comercios y transeúntes, distraer la atención mientras me dejo llevar. Sin embargo, en un momento determinado comenzaron a abrirse camino en mi conciencia las ventajas del metro, las más obvias, está claro, su velocidad constante y la regularidad en las frecuencias que garantizan, salvo imprevistos, la puntualidad, pero también asomaba alguna otra no tan obvia, como es la facilidad que descubrí para la concentración y el ensimismamiento y todo ello hizo que mis preferencias en el transporte fuesen virando de un medio a otro.


Cada vez que iniciaba el descenso por las escaleras hacia el vestíbulo lleno de máquinas expendedoras de billetes y de tornos que dan acceso a los andenes, notaba en mí un ligero pero excitante hormigueo, como el que se experimenta cuando se va a emprender una aventura. Conforme iban pasando los días, se fue configurando alrededor de este hormigueo una actitud que solo podría describir, para mi asombro, como reverencial, como si al bajar tramos y tramos de escalones me fuese acercando a algo indefinible, indescriptible, inexplicable y poderoso, es decir, inefable. Ocurrió, además, que cuando ocupaba alguno de los asientos vacíos del vagón y el tren iniciaba la marcha, entraba en un estado en el que los parámetros espacio-temporales parecían suspenderse y me sumía en una apacible ligereza de espíritu, no tenía prisa por llegar, no me incomodaba nada, no me impacientaba, no había el menor signo de impulso a la acción, pareciera como si lo único que tuviese que hacer fuera sentarme y estar, simplemente eso, estar. No entender nada de lo que me estaba ocurriendo y mi tendencia natural a analizar la realidad, me llevó por un lado a establecer una vaga analogía entre el Metro y la Psique y, por otro, a que me preguntara por lo que podría representar el Metro para que una parte desconocida de mi psiquismo lo hubiese elegido como huésped al que acogerse. La vaga analogía no pasaba de comparar el autobús, que circula por la superficie, con la Consciencia, y el metro, que transita por el subsuelo, con el Inconsciente. Además, se me ocurrió que este último tiene líneas más superficiales y de fácil acceso desde y a la calle que podrían representar el inconsciente personal, pero también tiene otras en niveles muy profundos que equivaldrían a esa parte de la psique individual que linda con el inconsciente colectivo, donde psique y materia apenas sí se diferencian.