Los detonantes de la
siguiente reflexión fueron un sueño en el que un amigo dormía en el último asiento
del autobús al que yo subía y una serie de enfados con el servicio de la EMT
(Empresa Municipal de Transportes de Madrid), concretamente con la línea
Circular, con sus conductores antipáticos y groseros, con los frenazos y
acelerones que nos ponen a todos los viajeros en serio riesgo de acabar en el
suelo, con la irregularidad en su frecuencia de paso que impide hacer un
cálculo aproximado del tiempo que se necesita para llegar a destino y un largo
etcétera; ambas circunstancias orientaron mi atención hacia un hecho insólito
que había permanecido hasta entonces en estado oculto, pre-consciente, y que no
era sino mi súbita afición por el Metro como medio de transporte.
Siempre he preferido el
autobús al metro, me gusta ir por la superficie en medio de la luz, contemplar
el paisaje urbano con sus comercios y transeúntes, distraer la atención
mientras me dejo llevar. Sin embargo, en un momento determinado comenzaron a
abrirse camino en mi conciencia las ventajas del metro, las más obvias, está
claro, su velocidad constante y la regularidad en las frecuencias que garantizan,
salvo imprevistos, la puntualidad, pero también asomaba alguna otra no tan
obvia, como es la facilidad que descubrí para la concentración y el
ensimismamiento y todo ello hizo que mis preferencias en el transporte fuesen virando
de un medio a otro.
Cada vez que iniciaba el descenso por las escaleras hacia el vestíbulo lleno de máquinas expendedoras de billetes y de tornos que dan acceso a los andenes, notaba en mí un ligero pero excitante hormigueo, como el que se experimenta cuando se va a emprender una aventura. Conforme iban pasando los días, se fue configurando alrededor de este hormigueo una actitud que solo podría describir, para mi asombro, como reverencial, como si al bajar tramos y tramos de escalones me fuese acercando a algo indefinible, indescriptible, inexplicable y poderoso, es decir, inefable. Ocurrió, además, que cuando ocupaba alguno de los asientos vacíos del vagón y el tren iniciaba la marcha, entraba en un estado en el que los parámetros espacio-temporales parecían suspenderse y me sumía en una apacible ligereza de espíritu, no tenía prisa por llegar, no me incomodaba nada, no me impacientaba, no había el menor signo de impulso a la acción, pareciera como si lo único que tuviese que hacer fuera sentarme y estar, simplemente eso, estar. No entender nada de lo que me estaba ocurriendo y mi tendencia natural a analizar la realidad, me llevó por un lado a establecer una vaga analogía entre el Metro y la Psique y, por otro, a que me preguntara por lo que podría representar el Metro para que una parte desconocida de mi psiquismo lo hubiese elegido como huésped al que acogerse. La vaga analogía no pasaba de comparar el autobús, que circula por la superficie, con la Consciencia, y el metro, que transita por el subsuelo, con el Inconsciente. Además, se me ocurrió que este último tiene líneas más superficiales y de fácil acceso desde y a la calle que podrían representar el inconsciente personal, pero también tiene otras en niveles muy profundos que equivaldrían a esa parte de la psique individual que linda con el inconsciente colectivo, donde psique y materia apenas sí se diferencian.
Cuando la intensidad de la
experiencia comenzó a disminuir y dejé de hallarme hipnotizada por lo inefable,
surgió un impulso exploratorio de las instalaciones, algunos de cuyos
elementos, como los ascensores, jamás había utilizado y esto me situó en otra
dimensión perceptiva de lo que es el acceso y salida de las estaciones
correspondientes; por ejemplo, podemos utilizar las escaleras convencionales, lo
que nos exige un esfuerzo físico, pero también podemos optar por las escaleras
mecánicas, que, a su vez, nos ofrecen dos modalidades de uso, la de colocarnos sobre
un escalón y ascender o descender de un nivel a otro sin el menor gasto
energético, o la de situarnos sobre ese mismo escalón pero añadiendo al trabajo
mecánico natural de la escalera el generado por nuestras propias extremidades
inferiores al subir escalón tras escalón por el lado izquierdo de la misma,
dejado libre tácitamente por todos los usuarios para quien quiera controlar el
ascenso y el descenso.Es obvio que cualquiera de estas opciones responde a una
situación personal concreta que expresa un ánimo determinado, un deseo, una
necesidad o una motivación,lo que a su vez hace que se pongan en acción otros
componentes energéticos como la voluntad, y me pareció que este escenario
presentaba muchas similitudes con el de la vida en general.
Después de experimentar con
las escaleras, pasé varios días utilizando solo los ascensores; la primera vez
fue también un impulso, no una decisión, lo que me llevó a encerrarme en una
cabina más o menos grande con un grupo de desconocidos.Yo creía que los
ascensores, todos los ascensores de toda la red de Metro, conducían directamente
de la superficie al andén y, sin embargo, no siempre es así, pues algunos bajan
casi a pie de raíl mientras otros se quedan en alguna planta por encima, lo
cual no solo me pareció curioso sino que me hizo reflexionar ligeramente sobre
los diferentes terrenos y diseños de instalación adaptados a los mismos,
esdecir, sobre el “contexto”, sobre el “medio”. Una tarde cogí uno de ellos en
el andén, ningún otro ser humano se sumó al viaje, me hallaba sola en el
cubículo; pulsé el botón de subida, la cabina se puso en movimiento y algo muy
sutil del orden de lo propioceptivo me hizo sentir que había algo raro, así que
me giré hacia el punto de donde venía y vi una luz al fondo,volví a darme la
vuelta hacia el punto de destino y también vi otra luz al fondo, entonces me di
cuenta de que lo extraño se hallaba en el trazado del trayecto pues el
desplazamiento de un punto a otro no se realizaba en vertical, como suelen
hacer los ascensores, sino sobre un plano inclinado que me recordó
inmediatamente a los funiculares, por lo que pasé a denominar a este ascensor
“ascensor-funicular”. Podía ver de dónde venía y adónde iba pero no dónde
estaba, sentí miedo de que se cortara la energía y me quedara colgada en medio
de la oscuridad porque nadie sabía que estaba ahí, me acordé del Minotauro en el
centro del laberinto, pensé que éste, el laberinto, podía ser otra metáfora del
Metro y en una nueva ampliación de la analogía entre Metro y Psique entendí los
brotes depresivos o psicóticos, aquellos en los que uno se queda encerrado y no
hay ningún hilo y ninguna Ariadna que le ayuden a salir, solo el combate entre
vida y muerte psíquica, sentí que yo podía ser a un tiempo el Minotauro y Teseo,
el que va a morir y el que va a matar.
A pesar de la relación
establecida entre mundos tan dispares, Metro y Psique, nunca perdí de vista que
todo era pura hipótesis y especulación, nada contrastable y, por ello, tampoco
nada desechable, pues la experiencia partía del impulso y de la percepción, es
decir, del inconsciente, no de la razón.Fue en uno de esos trayectos
subterráneos cuando me vino a la memoria la imagen de los alquimistas de la
Edad Media con sus retortas y alambiques, concentrados en tratar de transformar
la materia prima de los metales en oro, inconscientes de la proyección que de
su propia psique estaban haciendo sobre dicha materia, y pensé que había una
alta probabilidad de que a mí me estuviese ocurriendo algo parecido, es decir,
que estuviese haciendo una proyección de mi psique yque el Metro fuese el equivalente
moderno del trabajo alquímico. Marie
Louis von Franz, en Alquimia (conjunto de conferencias dictadas en 1959 en el
Instituto C. G. Jung de Zürich, p. 26), dice:
“Los alquimistas creían que estaban
estudiando los fenómenos desconocidos de la materia y se limitaban a observar
lo que sucedía y a interpretarlo de alguna manera, pero sin ningún plan
específico. Aparecía un terrón de alguna materia extraña, pero como ellos no
sabían qué era, hacían una conjetura cualquiera, que por supuesto sería una
proyección inconsciente, pero en ello no había una intención ni tradición
definidas”.
Me pareció que el anterior
párrafo corroboraba mis percepciones, esos“hacer
una conjetura cualquiera”, o “una
mera observación”, o “llevar a cabo interpretaciones
que no responden a una intención o tradición”respondían con bastante
exactitud a mi actitud ante la extraña experiencia que estaba viviendo y
reflexioné, también ligeramente, acerca de la incapacidad del ser humano para
aceptar el misterio, para vivir sin hallar explicaciones reaseguradoras y cómo
ello nos conduce con tanta frecuencia al pensamiento mágico que, en el caso de
los psicólogos y/o analistas, se suele presentar disfrazado de conocimiento.
Un mes después de estos
sucesos no puedo decir en qué se ha traducido el incesante ir y venir por
debajo de Madrid a lomos de una energía materializada en convoyes de metro,
escaleras mecánicas y ascensores; mi vida no ha cambiado mágicamente, tampoco
mágicamente se ha producido una revelación sobre el propósito de la misma o las
intenciones del universo respecto a mí, solo sé que una necesidad inconsciente
me condujo a aceptar una vivencia incomprensible y también sé, con toda certeza,
que ello produjo en mí algún cambio energético y este cambio energético surtió
unos efectos que, sin embargo, nunca podré identificar; sé que algo importante
me ha ocurrido pero este saber pertenece ya al nivel de las “creencias”. En “Instinto
e Inconsciente” (O.C., Vol. 8, párrafo 270) Jung habla de“…los instintos como impulsores de actividades a partir de una
necesidad sin motivación consciente”; la vida nos proporciona experiencias
cuya causa u origen no podemos rastrear porque no pasan por la consciencia,
porque surgen de lo más profundo de la psique, de ese nivel a caballo entre el
espíritu y la materia que, también a decir de Jung, es incognoscible e
inabordable, salvo quizás, añado yo, desde la pura percepción.
Cuando estaba terminando mi reflexión,otro
impulso me llevó a consultar la voz “Laberinto” en el Diccionario de música, mitología, magia y religión de Ramón Andrés,
y me encontré con que unas líneas que unían laberinto y alquimia podrían alumbrar
el significado de lo vivido, toda vez que yo había establecido inconscientemente
una relación entre el Metro, la Alquimia
y el Laberinto:
“Desde el punto de vista alquímico [el laberinto] era la representación
misma del camino tortuoso, pero transformador, que debe emprenderse para llegar
a un fin”,
y,
también,
“Lugar de caminos intrincados y
engañosos, trazado por una arquitectura que concibe el espacio como
complejidad, que debe ser vencida por quien se adentre en los corredores y, de
este modo, lograr el centro y finalmente la salida. Representa la metáfora de
un camino iniciático, una tortuosa senda que conduce al conocimiento”.
Tres impulsos incoercibles
estructuran la vivencia descrita: el impulso a utilizar el Metro, el impulso a
utilizar sus ascensores y el impulso a consultar el diccionario de Ramón Andrés,
cada uno de los cuales me abrió una ventana al conocimiento. El modelo de
pensamiento lineal en el que hemos sido educados me hacía perseguir una
explicación causal y lógica sobre la aparición del impulso y su significado;
las imágenes de escaleras y ascensores, de vestíbulos y pasillos, de
deambulaciones y reflexiones sobre conceptos como el de energía me llevaban por
un camino sin fin hacia la causa primera de todo, pero fue nuevamente un largo
viaje en Metro, esta vez camino del dentista, el que me proporcionó una salida
aceptable al enigma sin por ello resolverlo.
Mientras avanzaba por el
túnel escuchando a dos músicos ambulantes interpretando estupendamente una
maravillosa canción de Antonio Vega, comenzaron a bailar ante mis ojos cerrados
conjuntos de círculos que se relacionaban ente ellos de diversos modos, se
superponían parcial o totalmente, se inscribían unos en otros, se solapaban o
solo se tocaban tangencialmente, también los había solitarios, y recordé de
inmediato las clases sobre teoría de conjuntos en el curso anterior a la
universidad y se me ocurrió que a lo mejor la vida solo es eso, un conjunto de
conjuntos energéticos, que no hay un principio ni un fin, que nunca sabemos por
qué estamos donde estamos y nos ocurre lo que nos ocurre, y todo ello anula el
sentido de una búsqueda de la causa primera como si del santo grial se tratara,
pues gran parte de nuestra vida transcurre por lugares desconocidos, fuera de
la conciencia y quizás lo más sabio sea aceptarlo. Yo tuve un impulso que me
llevó a vivir en las profundidades de la psique, en ese lugar en el que materia
y espíritu se superponen como un conjunto, mi inconsciente debió hallar alguna
semejanza con el Metro y lo eligió como metáfora para conducirme por el
laberinto interior y de pronto me encontré en lo que para mí constituye el
núcleo del mito de la Anunciación de la Virgen, ese pasaje de la Biblia en el
que el Ángel comunica a María algo sin sentido colocándola ante una situación imposible
que ella, sin embargo,acepta con naturalidad y humildad.Yo también me hallé
ante un misterio, evidentemente de otro orden, y me vi impelida a aceptarlo,
también con naturalidad y humildad, y lo hice, y ahora utilizo indistintamente
el autobús, el metro y el caminar.
Madrid, verano 2017
Carmen Alonso Echanove
Licenciada en Psicología
Carmen Alonso Echanove
Licenciada en Psicología
Bibliografía citada
C.G.Jung, Obras Completas, Vol. 8, Trotta
Ediciones, Madrid, 2000
Marie-Louise von Franz, Alquimia, Luciérnaga, 1991
Ramón Andrés, Diccionario de música, mitología, magia y
religión, Acantilado, Barcelona, 2012
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