Que el amor es un problema se trata de
una afirmación que puede entenderse en varios sentidos, pero quizá el
más adecuado de todos los posibles sea mirarlo como un asunto que
implica dificultad y que requiere de nuestra atención y nuestros
recursos para resolverlo.
Un problema que, además, ocurre en al
menos dos grandes esferas, la social y la subjetiva, la cultural y la
psíquica: por un lado, la idea del amor está moldeada por cientos y
cientos de años de civilización y cultura, por los afluentes disímiles
de la sexualidad, la moral, la religión, el derecho, la familia, el arte
y otras muchas instituciones sociales que dan marco a la idea de "amor"
y de esa manera ofrecen al sujeto, paradójicamente, la dificultad
de amar. Del otro lado, subjetiva y psíquicamente el individuo recibe
esto y en algún momento de su existencia, en el mejor de los casos,
encuentra y construye su posibilidad de amar con lo que le es
dado y le fue posible tomar. Esta tensión entre subjetividad y cultura
es indisociable del amor y, en buena medida, está en el origen de la
consideración y la experiencia del amor como un problema.
Una evidencia bastante sencilla para
sustentar la naturaleza conflictiva del amor, más allá de lo que todos
podemos aportar al respecto, está en todas las páginas y la tinta que
desde siempre se han gastado para intentar explicarlo o entenderlo.
Desde El banquete de Platón (al menos en Occidente) hasta un libro al que últimamente hemos aludido con frecuencia en Pijama Surf, La agonía del Eros,
de Byung-Chul Han, hay más de 20 siglos de esfuerzo intelectual en
torno al amor, una generación después de otra relevándose en el intento
de desanudar la madeja del vínculo amoroso y sus particularidades.
Entre estos trabajos y pensadores se
encuentra uno que aunque destacó magistralmente en la investigación de
los asuntos de la psique, según sus comentadores
dedicó poco al problema del amor. Esto, al menos, explícitamente.
Hablamos de Carl Gustav Jung, probablemente el discípulo más adelantado
de Sigmund Freud y, ya fuera de la égida del maestro, uno de los más
brillantes exploradores de la mente humana.
Acotábamos ese “explícitamente” porque,
en términos generales, del psicoanálisis podría decirse lo mismo que
Borges dijo del ajedrez y de su jardín de senderos que se bifurcan: por momentos puede parecer que en psicoanálisis no se habla nunca de amor porque en realidad todo el tiempo se está hablando de amor,
el amor es el gran tema del psicoanálisis. Lo más obvio a veces es lo
que más nos pasa por alto. La singularidad de este discurso, esta forma
de hablar del amor, quizá podría ser que la perspectiva de esta
disciplina sobre el amor es amplia, casi a la manera dantesca del amor
como una suerte de élan vital que se encuentra en todo lo que
hacemos, desde el amor que damos a una persona hasta el amor que ponemos
en nuestro trabajo o en esas actividades que por cotidianas parecerían
que están exentas de amor, pero no es así: regar una planta, ver a un
amigo, cocinar, incluso limpiar nuestra casa o bromear con un compañero
de trabajo.
Jung, aun siendo un ángel rebelde del
psicoanálisis, comparte parcialmente dicha aproximación al amor. Los
fragmentos aquí reunidos provienen de un tomo editado por Trotta en febrero de 2011 que, como
decíamos, no es propiamente un trabajo que Jung dedicó al amor, sino
más bien una colección de párrafos tomados de distintos escritos y que
lo tienen como un eje común en torno al cual orbitan, como astros en
apariencia distantes pero unidos invisiblemente por la misma fuerza de
atracción.
***
El amor es siempre un problema, con
independencia de la edad de la persona de quien se trate. En la etapa de
la infancia el problema es el amor de los padres; para el anciano el
problema es lo que ha hecho con su amor.
El problema del amor se me aparece como
una montaña monstruosamente grande que con toda mi experiencia no ha
hecho más que elevarse, precisamente cuando creía casi haberla escalado.
El problema del amor pertenece a los
grandes padecimientos de la humanidad, y nadie debería avergonzarse del
hecho de tener que pagar su tributo.
El amor verdadero establece siempre
vínculos duraderos, responsables. Necesita libertad sólo para la
elección, no para la realización. Todo amor verdadero, profundo, es un
sacrificio. Se sacrifican las propias posibilidades o, mejor dicho, la
ilusión de las propias posibilidades. Si no requiere este sacrificio,
nuestras ilusiones evitarán que se establezca el sentimiento profundo y
responsable, con lo que se nos privará también de la posibilidad de la
experiencia del verdadero amor.
El amor tiene más de una cosa en común
con la convicción religiosa. Mal caballero de la dama de su corazón es
quien se echa atrás ante la dificultad del amor. El amor se comporta
como lo hace Dios: ambos se entregan sólo a su servidor más valiente.
Es la incapacidad de amar la que roba al
hombre sus posibilidades. Este mundo solamente es vacío para aquel que
no sabe dirigir su libido a las cosas y personas para hacérselas vivas y
bellas. Lo que, por tanto, nos obliga a crear un sustituto a partir de
nosotros mismos no es la carencia exterior de objetos, sino nuestra
incapacidad de abrazar amorosamente algo que está fuera de nosotros.
La implicación del amor en todas las
formas de vida, en la medida en que es general, es decir, colectiva,
constituye la menor dificultad en comparación con el hecho de que el
amor es también, eminentemente, un problema individual. Esto quiere
decir que pierden su validez cualquier criterio y regla general.
Seguramente nos agobien las dificultades
de la vida y las contrariedades de la lucha por la existencia, pero
tampoco las situaciones externas muy difíciles pueden obstaculizar el
amor, por el contrario, pueden estimularnos a realizar los esfuerzos más
grandes. Las dificultades reales no podrán nunca reprimir la libido de
forma tan duradera como para que surja una neurosis.
El amor libre sólo sería posible si
todos los seres humanos fueran capaces de los máximos esfuerzos morales.
Pero la idea del amor libre no se ha inventado con esa finalidad, sino
para hacer parecer fácil algo difícil. Propias del amor son la
profundidad y la sinceridad del sentimiento, sin las que el amor no es
amor sino mero capricho.
Es muy difícil para un hombre racional
admitir qué pasa realmente con su Eros. Una mujer no tiene mayor
dificultad en reconocer que el principio de su Eros es el estar
vinculada, pero a un hombre, cuyo principio es el Logos, se le hace muy
difícil.
Aquí se trata de lo más grande y de lo
más pequeño, de lo más lejano y de lo más cercano, de lo más alto y de
lo más hondo, y nunca puede decirse una cosa sin la otra. Ninguna lengua
se encuentra a la altura de esta paradoja. Sea lo que sea que pueda
decirse, ninguna palabra expresa la totalidad.
Los hombres pueden andar con mujeres de
la vida alegre y no obstante insistir en su propia corrección; y las
mujeres pueden escaparse con auténticos diablos y sostener sin embargo
que son esposas fieles. Nos tenemos que resignar al hecho de que el
mundo es muy serio y, al mismo tiempo, muy ridículo.
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